POR ROBERTO VARGAS MACHUCA OTÁROLA

Escribo sobre la corrupción y sale lo peor de mí. No porque me enfade que los políticos roben, que también. Sobre todo porque esta desgracia les sirve a algunos, a los de siempre, a los que están a la caza y captura de cualquier coartada para demonizar lo público, la política, la que ellos denominan “clase política”, poniendo de este modo en peligro la democracia, el Estado. Vuelvo, como veis, al tema que me obsesiona últimamente.

Pero sólo un momento, de pasada. Porque reconozco que los primeros que ponen en peligro la democracia son los representantes que se dejan corromper. Pero no por ello debemos perder de vista a quienes siempre han despreciado el Estado u otra “democracia” diferente a la que dicen se materializa en el mercado. Porque aprovechan la coyuntura para poner en marcha su programa de máximos. En ello están. Y parece que lo están consiguiendo.

También me cabrea todo esto porque me da la impresión de que lo gordo no está en la corrupción política, sino en la empresarial, o no estrictamente en la corrupción empresarial (ésa, quizás, sería una acusación demasiado grave), sino en las triquiñuelas (nos pasamos de benévolos ahora) para tributar menos (léase huida a paraísos fiscales) o para pagar menos a los trabajadores (léase deslocalización a países con leyes laborales sonrojantes o directamente inexistentes) o interviniendo en procesos privatizadores con las peores prácticas. Ahí es donde, intuyo, se mueven los números más gruesos.

Pero, pese a esto y a las meteduras de pata (siendo otra vez muy comprensivos) de miembros de la patronal como De la Cavada, nadie habla despectivamente de “clase empresarial”, cuando ésa sí sería propiamente una clase social, por ser la que agrupa a los propietarios de los medios de producción. Políticos, en cambio, hay de muchas clases.

Lo dicho, los nuevos dioses del siglo XXI son los emprendedores, que no son otra cosa que empresarios en ciernes. Bajo este fenómeno se camufla una ideología infernal y, con su promoción, con la invitación a «todo quisqui» a que se haga emprendedor, se comete una gran irresponsabilidad: muchos de los que lo intentan se estrellan, lo pierden todo (normal, en un contexto económico tan triste como éste) y conservan para siempre el estigma del fracaso.

El lector que haya llegado hasta aquí se puede sentir bastante frustrado. Lo reconocemos: nos cuesta mucho hablar de corrupción. Incluso puede estar enfadado porque se puede percibir un cierto tono exculpatorio del tipo: “Los políticos son malos, pero los empresarios son mucho peores y nadie les dice nada”.

No sé si quien piense esto debería seguir leyendo. Porque se puede enfadar muchísimo más. Es posible que esa condescendencia con los políticos vaya “in creciendo”. No es una amenaza. Sólo es una posibilidad.

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