Por Rocío Cano Guerinoni.-

Directora de ADR PERÚ – Law Firm Arbitraje

Una de las ideas más obsesivas de la teoría legal, es la idea de responsabilidad. Se trata de una idea de apariencia sencilla, pero que oculta un conjunto de complejidades teóricas que, por el momento, podemos dejar de lado. En términos simples, un sujeto es responsable cuando una acción suya es causa de un cierto resultado. La palabra acción, en boca de un abogado, incluye la exigencia de voluntariedad y, por lo mismo, decir de alguien que es responsable quiere decir que su decisión fue, finalmente, causa de ese resultado. Se trata de una idea relativamente clara cuando se aplica a acciones en sentido estricto, es decir, a intervenciones positivas en el mundo; pero es una idea que se oscurece cuando se trata de omisiones. Un sujeto es responsable de una omisión, piensan los abogados, cuando se debió a negligencia, es decir, cuando el sujeto no hizo lo que debía hacer para evitar el resultado dañoso. ¿Cómo determinar, sin embargo, lo que el sujeto debía hacer?. Para responder esa pregunta ‑una pregunta clave en la esfera de la responsabilidad‑ el derecho utiliza un modelo típico ideal, por ejemplo, como lo hace el Código Civil peruano, el modelo del buen padre de familia.

Actúa negligentemente quien no hace lo que habría hecho un «buen padre de familia». El conjunto de las decisiones judiciales en materia de responsabilidad por negligencia puede ser examinado como un intento de ejemplificar ese concepto y se supone que esa masa de decisiones provee de información a las personas para saber qué deben hacer. El sencillo esquema económico neoclásico puede, sin embargo, proveer de un terreno más firme que las elucubraciones de los jueces para resolver ese problema. Un juez americano sostuvo ‑aplicando el modelo neoclásico‑ que actuaba negligentemente quien no adoptaba las medidas de precaución para evitar un resultado dañoso, si y sólo si el costo de esas medidas estaba por debajo del costo del daño probable. Si, en cambio, el costo probable del accidente estaba por debajo del costo de la precaución, no había negligencia alguna: en una hipótesis como esa el sujeto actúa sobre la base de un criterio de bienestar socialmente correcto. Es fácil observar que en el caso que acabo de citar el modelo del buen padre de familia quedó sustituido ‑con ventaja‑ por el actor del modelo neoclásico. A primera vista se trata de una decisión sorprendente y, hasta cierto punto, inhumana. Pero no se trata de una decisión distinta a la que adoptamos cotidianamente cuando decidimos seguir fumando porque estimamos que el costo de privarnos del tabaco excede los beneficios que obtendríamos por uno o dos años más de vida. Asimismo se ha aplicado esta teoría para entender casos como, quien debe pagar por el daño al medio ambiente y cuando una empresa debe pagar  o cuando una empresa prefiere no pagar.  

Desde luego, el problema posee una cierta complejidad si pensamos que el costo probable del accidente suele estar fijado por los propios jueces. Pero esto, de nuevo, permite iluminar la función económica que cumplen las decisiones judiciales[1].

Las decisiones judiciales cumplen, en efecto, la función de asignar valor a ciertos bienes ‑como la vida o la integridad corporal, por ejemplo‑ respecto de los cuales el sistema de mercado guarda silencio. Al asignar ese valor, introducen una cierta estructura de precios a un conjunto de acciones humanas, asignándoles así un costo alternativo que, de otra manera, seria vago y difuso. Pero este camino ‑el camino de asignar valor mediante los jueces a ciertos bienes‑ no es, claro está gratuito, posee también costos y, por lo mismo, desde el punto de vista de la política pública es necesario preguntarse siempre si no existe un camino alternativo más barato ‑un camino que suponga menos despilfarro‑ para alcanzar ese mismo resultado. El sistema de seguros, por ejemplo, puede ser visto, dentro de‑ciertos limites como un camino más sencillo y barato para costear los daños de los accidentes. Mediante el seguro las personas distribuyen los costos probables de los litigios entre todos los ejecutores de una misma actividad. Sin embargo, aquí de nuevo nos asalta el modelo neoclásico, porque puede ocurrir que un sistema de seguros universal induzca a los actores a ser descuidados, porque sus acciones no tienen costos el placer de manejar descuidadamente tiene, supuesto un sistema de seguros completo, un gigantesco margen de utilidad. Desde luego, el mercado podría ajustar ese valor, pero podría hacerlo en un tiempo demasiado largo ‑recuérdese la distinción de tiempos que hacia Marshall‑ y entonces algún sistema de prohibiciones debe, igualmente, ser establecido.

Una de las más famosas derivaciones del modelo neoclásico y que se ha mostrado extremadamente fecunda para el análisis legal, es el suficientemente conocido teorema de Coase. Smith comprobó que el interés individual era el motor impulsor de los sistemas basados en la iniciativa privada capitalista y observo que los individuos, buscando sus propios intereses, actuaban frecuentemente en beneficio de la propia sociedad, y Coase[2] sostuvo ‑siguiendo la idea que estaba ya en Smith‑ que el intercambio voluntario por parte de agentes encargados de su propio bienestar, es siempre beneficioso y que, por lo mismo, un mundo mejor seria aquel regido nada más que por intercambios voluntarios. En un mundo como ese, sostuvo Coase, la distribución inicial de los derechos de propiedad seria irrelevante, puesto que mediante el intercambio voluntario los recursos‑ irían siempre a sus usos más valiosos evitándose el despilfarro e internalizándose los costos externos. Sin embargo, ello no ocurre porque, dijo Coase, los intercambios tienen costos. En un mundo con costos de transacción ‑en nuestro mundo‑ la asignación inicial de títulos de propiedad posee importancia y el conjunto de las reglas legales adquieren una importante función. Su papel más relevante es, dijo Coase, asignar derechos de propiedad claros y, al mismo tiempo, disminuir los costos de transacción estableciendo aquellas soluciones a que los sujetos habrían arribado si esos costos no existieran. El teorema de Coase arroja un resultado que puede ser expuesto intuitivamente como sigue: las reglas del derecho contractual deben prever, en la máxima medida posible, aquellas soluciones a que las partes habrían arribado si hubieran podido negociar un contrato perfecto, es decir, un contrato en el que para cada vicisitud hubiera una regla de solución previamente acordada.

Coase afirmó, como vimos, que en presencia de un mercado sin costos, las partes siempre arribarían a la solución más eficiente, con prescindencia de la distribución inicial de titularidades (es decir, con prescindencia de a quien se asignara la facultad de ejecutar una cierta acción). Desde el punto de vista de Coase[3], lo que importa es que exista alguna asignación de titularidades a partir de las cuales las partes puedan negociar, desplazando, así, los recursos a sus usos más eficientes. Nuestro mundo, sin embargo, no es el mundo coseano. En nuestro mundo el mercado posee costos y, por lo mismo, la asignación previa de titularidades y su distribución incide centralmente en las tasas de bienestar esperado Esta constatación ‑cuya sencillez la asemeja casi‑ a una banalidad‑ ha permitido al teorema de Coase revelar algunos importantes aspectos de nuestras instituciones legales.

Por lo pronto, Calabressi sugirió que el principal problema de elección pública ‑la distribución de titularidades‑ no podía fundarse en la eficiencia. Como es obvio, la eficiencia en el sentido de Pareto[4] es compatible con cualesquier distribución de titularidades y una sociedad puede ser eficiente, como ha mostrado Sen, con algunos en la más grande de las miserias y otros en el más grande los lujos. Los romanos no habrían podido detener el incendio de Roma con arreglo al criterio de Pareto (la mejora de la mayoría al apagar el incendio perjudicaba la tasa de bienestar de Nerón.  De ahí, entonces, ha derivado Calabressi[5] la necesidad de considerar otros criterios para la asignación de titularidades, como, por ejemplo, la consideración de bienes primarios (que supone retomar la condición de agencia de las personas) o la consideración de otros aspectos de justicia. Una vez que las titularidades se asignan ‑sobre la base de algún criterio, como los de Calabressi necesario decidir si esas titularidades se protegen por alguna regla de propiedad, de responsabilidad o se las transforma en inalienables. Desde luego, decidir qué tipo de protección se asigna a la titularidad ‑piensa Calabressi‑ es una cuestión que se relaciona con los costos de transacción asociados a algunas de esas soluciones o con las valoraciones divergentes que hace el estado y los individuos respecto de ciertos bienes.


[1] Si no  recordemos la importancia de las indemnizaciones punitivas elevadísimas que han establecidos los jueces en estados unidos para caso de negligencias y  pagos  de seguros, lo  que  ha  contribuido  en gran medida a las especiales características que ese mercado tiene en Norteamérica. Acá los jueces han  funcionado en cierta forma como la bolsa de valores  bajo los efectos de una onda especulativa.

[2] Rossetti, Opcit, Pág. 267.

[3] Rossetti, Opcit, Pág.437.

[4] Pareto “observo que el ingreso social se distribuye siempre entre los individuos de acuerdo con cierto patrón universalmente similar: Gran numero de individuos perciben ingresos por debajo del nivel general, mientras un numero pequeño se localiza en las escalas superiores, percibiendo ingresos superiores a la media…. Hay una tendencia inevitable a que el ingreso se distribuya siempre de esa forma, independientemente de la clase de tributación adoptada y de las instituciones políticas y social vigentes” Ibíd. Pág.436.

[5] Samuelson, Paul Anthony, “economía”. Ed.Mc Graw – Hill, 1988 México. PÁG.66.

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