Arte: «Peleando por sitios en la mesa» de Allen Shwartz

LA VULGARIZACIÓN DE LAS ÉLITES, EL PROBLEMA DEL LENGUAJE PÚBLICO Y LOS DILEMAS DEL PROGRESISMO

Gastón Fabian

Licenciado en Ciencia Política (UBA)

Con el ascenso al poder de figuras como Donald Trump, Boris Johnson, Jair Bolsonaro, Matteo Salvini y Mauricio Macri, entre otros, se vuelve relevante la pregunta por la vulgarización de las élites políticas, que siempre se habían considerado a sí mismas como culturalmente superiores al pueblo llano. En este trabajo analizamos dicho proceso de transformación y su impacto sobre el lenguaje público, teniendo en cuenta la confrontación entre el discurso de la corrección política y la deshinbición populista. La hipótesis principal del presente texto es que la vulgarización de las élites refuerza el estado de descomposición del espacio público y el lenguaje que es propio de él, pero sólo como efecto de la misma crisis que provoca la banalización de la política y su manifestación en las diatribas contemporáneas entre izquierda liberal y derecha autoritaria.

Nuestro adjetivo “vulgar” viene del latín vulgaris, que refiere al sustantivo vulgus (vulgo). En las fuentes clásicas, escritas generalmente por personas de un elevado estatus social, se le solía dar un uso peyorativo, mediante el cual las clases altas se distinguían del pueblo llano, la muchedumbre o multitud desorganizada, la masa, el populacho, la chusma, la turba desenfrenada, etc., entre otras acepciones que se la han atribuido al término a lo largo de la historia (Villalba Álvarez, 1995). Aunque también es posible encontrar en muchos filósofos y pensadores un empleo elogioso de vulgus, que buscaba destacar la sencillez de la gente común, mientras criticaba la arrogancia de los “grandes” o “poderosos”. Lo que es vulgar, en definitiva, alude a lo que es “común” o “corriente”. El latín vulgar, a diferencia del latín literario de un Cicerón o de la jerga técnica de la administración (reservados a unos pocos), era el conjunto de dialectos vernáculos que se hablaban en las provincias del Imperio Romano y de aquel proceden las lenguas románicas o neolatinas actuales, que quedaron frente al latín como “lenguas vulgares” (Arana Rodríguez, 2007). De hecho, hasta bien entrados los tiempos modernos, los principales tratados científicos seguían siendo escritos en latín clásico, al ser este el lenguaje erudito universal de la república europea de las letras, o sea, un código especializado que les permitía a los hombres sabios comunicarse y hacer avanzar el conocimiento. A su vez, de “vulgar” deriva el género de la “divulgación”, cuyo fin es volver accesible al gran público lo que es extremadamente difícil y complicado. No es casual que se denominara Vulgata-vulgata editio significa “edición divulgada” o “edición popular”- a la traducción latina del Antiguo y el Nuevo Testamento que el Papa Dámaso I le encargó a finales del siglo IV a Jerónimo de Estridón y que corporizaría (al menos de manera hegemónica) el texto bíblico durante más de mil años. Sin embargo, hoy la palabra “vulgata” se utiliza como sinónimo de “tontería”, al igual que el término “vulgar” sólo ha conservado su viejo sentido despectivo. Quien dice “vulgar” lo dice con un tono de desprecio, para dar cuenta de la gente “ordinaria”, “mal educada”, “indecente”, sin “fineza” o sin “modales”, o sea, lo que es propio de la conversación callejera que no es digna de interés. Estas consideraciones son lo suficientemente claras como para entender que lo “vulgar” apareció siempre como contrario a lo que es de “élite”, “superior”, de “alta cultura”. Que luego integrantes de la aristocracia (del griego aristoi, “los mejores”) acusaran a otros pares de “vulgares”, para señalar que su comportamiento no se correspondía con la posición de la que gozaban en la jerarquía social, es la excepción a la regla. Ahora bien, en los últimos años estamos siendo testigos de un fenómeno inaudito: son las mismas élites las que muestran en público, de modo desvergonzado, lo que le cuestionaban a los sectores populares. Con el ascenso al poder de figuras como Donald Trump en Estados Unidos, Boris Johnson en el Reino Unido, Jair Bolsonaro en Brasil, Matteo Salvini en Italia, Mauricio Macri en Argentina, por poner apenas algunos ejemplos, la oposición entre elitismo y “bajeza moral”, que formaba parte del discurso de autoafirmación de los grupos sociales dominantes, empieza a resquebrajarse. No es nuevo el descubrimiento de que en la dialéctica Civilización/Barbarie la Barbarie es interna a la Civilización. Las dos trágicas guerras mundiales del siglo pasado son la prueba más contundente del fracaso de la metafísica del progreso. Tampoco es inédito que outsiders de la política ganaran elecciones y llegaran al gobierno con una retórica extremista y jactándose de su falta de moderación y decoro. Sin embargo, las democracias liberales occidentales (especialmente las anglosajonas) habían instalado la narrativa de que, gracias a su estabilidad institucional, eran inmunes al “populismo” (en el sentido negativo que ellas le dan) y los vicios que acarrea para la convivencia civil.

«Fighting for Seats at the Table»

El caso de Trump es paradigmático y, podríamos agregar, el síntoma de esta época que atravesamos. Durante la campaña electoral del año 2016, Trump violó todas las leyes de gravedad de la política, al decir ante audiencias de millones de personas cosas que hundirían en las encuestas a cualquier candidato competitivo. “Podría pararme en medio de la Quinta Avenida, dispararle a alguien y no perdería votantes”, sostuvo en una ocasión, sin contar sus innumerables declaraciones racistas, misóginas y, cuando no discriminatorias y violentas, explícitamente vulgares, impropias bajo los parámetros modernos de un hombre que aspira a ser reconocido con la investidura presidencial de la primera potencia del mundo. Claro que antes de los personajes recién nombrados hubo otros como Silvio Berlusconi que les prepararon el camino, poniendo en crisis el estereotipo de la élite culta y la creencia de que para dirigir un Estado había que ser un estadista con larga trayectoria. Independientemente de si clasificamos a estos nuevos políticos como “neoliberales” que se esconden detrás de una apariencia tecnocrática o como “populistas de derecha” (o representantes de la derecha radical) que ejercen el liderazgo de un movimiento de masas, es evidente que el recurso de un lenguaje banal, ajeno a las cuestiones de alta política, tiene que ser explicado a partir de una transformación profunda de las sociedades contemporáneas, que ha impactado en el aggiornamiento de algunas subculturas de derecha hacia una lógica de confrontación más partisana que dialoguista y que, en esa clave, las hizo apelar más a las pasiones inmediatas de la gente común que a su racionalidad y razonabilidad. No es un detalle menor que se afirme (exageradamente o no) que en muchos países occidentales se está librando una verdadera guerra civil ideológica. La escalada vertiginosa de la derecha extremista e intolerante es el resultado de una disputa cultural y de una poderosa reacción a la corrección política y a lo que denominan como la “hipocresía progresista”. La desinhibición impulsiva de Trump, según la cual “todo está permitido”, es la otra cara de la moneda de la severa regulación normativa que la corrección política impone sobre el lenguaje público para evitar el daño causado a las sensibilidades de determinadas minorías o grupos vulnerables de la población. En el medio está la crisis provocada por el neoliberalismo y la desorganización de las vidas de millones de personas que ya no se sienten representadas por el binomio izquierda liberal/derecha moderada. Ernesto Laclau y Chantal Mouffe diagnosticaron la coyuntura como un momento populista, donde puede suceder la más variada y extraña articulación de demandas insatisfechas (hacia la izquierda o hacia la derecha), o sea, la construcción de identidades colectivas de lo más diversas, pero siempre desde el antagonismo entre los de abajo y los de arriba. Cuando ambos escribieron Hegemonía y Estrategia Socialista en 1985, buscaban hacer un llamado a la izquierda, atrapada en el esencialismo de clase, para que escuchara y asumiera como propias las reivindicaciones del movimiento de mujeres, LGBT, antiracistas y ecologistas, que suelen aglutinarse en la categoría “políticas de identidad”. Pero en su reciente Por un populismo de izquierda, Mouffe (2018) muestra su preocupación por el hecho de que la izquierda liberal, en su afán por ser la voz de estos reclamos, se olvidara de los sufrimientos de la clase obrera golpeada por la globalización, hasta el punto de regalarle a los populismos de derecha el espacio para interpelarla. Lo que nos proponemos en este trabajo, partiendo de los antecedentes mencionados, es explicar el proceso de vulgarización de las élites (en sintonía con su éxito político) y de degradación de la esfera pública que hoy está a la vista de todos, para terminar con una reflexión sobre los dilemas del progresismo en la actual coyuntura. Nos basaremos en algunas investigaciones cercanas, como la de Angela Nagle en su excelente libro Kill All Normies (2017), que hace hincapié en la llegada de Trump al poder y en la guerra cultural online entre los partidarios de la derecha radical y de la izquierda liberal políticamente correcta, y en El Coraje de la desesperanza de Slavoj Zizek (2018), que también realiza aportes muy atinados al asunto que nos concierne. En el primer apartado, entonces, examinaremos la transformación de las élites y la reducción de la política a la vulgaridad, mientras que en el segundo nos centraremos en el problema de la disolución de la vida ética a partir del conflicto ya mencionado entre corrección política y deshinbición derechista. Por último, en la conclusión explicaremos, desde nuestro punto de vista, cuál debería ser la posición del progresismo en relación con los temas analizados. La hipótesis principal del presente texto es que la vulgarización de las élites refuerza el estado de descomposición del espacio público y el lenguaje que es propio de él, pero sólo como efecto de la misma crisis que provoca la banalización de la política y su manifestación en las diatribas contemporáneas entre izquierda liberal y derecha autoritaria.

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