POR BRENDA MONTOYA ARÉVALO
JÓVENES DEL MILENIO

¿Habría intentado San Martín luchar por nuestra independencia de haber sabido que, tiempo después, se instauraría una nueva forma de opresión? En pleno festejo de nuestros 200 años de vida republicana, la democracia peruana ha evidenciado que hasta la mejor forma de organización creada y vigente puede ser instrumento para someter a los que debería escuchar: el pueblo. Así, teniendo en cuenta que, según Norberto Bobbio, “nada es más peligroso para la democracia que el exceso de la democracia” (1986: 256), el presente ensayo desarrollará nuestro contexto democrático desde el ámbito constitucional. Finalmente, dicho marco teórico nos permitirá evidenciar las secuelas que nos deja y sigue dejando el modelo democrático en el Perú.

En un primer aspecto, la democracia es nuestra actual forma de gobierno que tiene como máximo fundamento al pueblo cuya soberanía se despliega mediante los mecanismos de participación ciudadana sean directos o indirectos. Específicamente, estos los encontramos en el artículo 2, inciso 17 y desde el artículo 30 hasta el 38 de nuestra Constitución Política del Perú. Así, poseer el derecho y deber a participar en asuntos públicos como la elección y representación electoral es uno de los mecanismos de participación directa que, desde nuestra constitución, evidencian la esencia de nuestra democracia. Hablamos de una democracia no basada en el gobierno del pueblo, sino en el gobierno de la mayoría: un conjunto de personas que logran consensuadamente instaurar su voluntad sobre la del resto. Al respecto, como lectores, debemos tener mucho cuidado sobre esta relación entre la mayoría y la minoría, pues podríamos caer en el error, tal cual, Waldemar Cerrón, vocero de la bancada mayoritaria de nuestro Congreso (Perú Libre) al afirmar que “la democracia es cuando la mayoría cumple una ley” (ATV noticias 2022). En realidad, como le respondió Juliana Oxenford, “No, no, no, […] en una democracia hay un Estado de Derecho que se respeta y, justamente, lo que marca un Estado de Derecho es el cumplimiento [total] de aquellas normas que tienen como base principal la ley de leyes que es la constitución” (ATV noticias 2022). En efecto, pese a que la democracia, según los artículos constitucionales, se guie por las decisiones de la mayoría, esto no significa que solo la mayoría esté obligada a cumplirlas. Incluso, lo peligroso no es que el congresista afirme que una norma puede ser incumplida (lo cual ocurre), sino que él está convencido de que, por democracia, una minoría puede desobedecer las leyes y estar fuera de estas como apátridas. De esta forma, nuestra constitución sería cómplice de la democracia al defender solo a las mayorías e instaurar, así, un gobierno discriminador. Efectivamente, este ejemplo nos es útil para recalcar que el hecho de que los artículos constitucionales reafirmen que la democracia es el gobierno de la mayoría, ello no significa (o no debería significar) que la defensa de la mayoría conlleva como correlato la desprotección de la minoría. Por el contrario, la democracia se guia por la soberanía mejor consensuada y en defensa del pueblo, de todos y todas. Así, podemos reformular la cita anterior al indicar que la Constitución expresa una protección total, en la que la defensa de las mayorías no desmerece el bienestar de las minorías, lo cual no es una idea reciente, sino usual entre los constitucionalistas democráticos. Estos afirman que, efectivamente, “la democracia mayoritaria límites absolutos definidos por los derechos fundamentales […] [los cuales] no puede[n] ser restringido[s] por la voluntad de cualquier mayoría, plebiscitaria o legislativa” (2012: 16).

Habiendo quedado claro la definición y principios democráticos constitucionales, es necesario contraponer este marco teórico con una realidad que no promete mucho: la nuestra. Iniciamos la presente investigación con un enfoque constitucionalista y, ahora ahondaremos en el de la democracia y su instrumentalización como legitimación de toda conducta de los poderes estatales. Esta es una perspectiva dual que Gargarella, como constitucionalista y filósofo, ha sostenido al afirmar que usualmente “confunde[n] los asuntos del constitucionalismo con los problemas de la democracia […] Y nuestro principal problema en la actualidad se relaciona con la democracia” (2021: 3). En efecto, compartimos dicha postura, puesto que, específicamente, por la democracia, primero, los políticos aprenden que sus propuestas electorales (con todo y su irrealismo) surtirán efectos si es que conglomeran a la mayor cantidad de electores posible (la ley de la mayoría). Posteriormente, con dicha primera aprobación en las ánforas, estos realizan todo tipo de acto bajo la premisa de “el pueblo me eligió o es la voluntad del pueblo”. Al respecto, Laporta indica que la legalidad, legitimidad y legitimación que posee un proceso democrático en las elecciones no puede ser base de legitimación de toda propuestas de ese gobierno: “la justicia del procedimiento democrático no garantiza necesariamente la justicia de las normas [y actos] que emanan de él” (1989: 290). Esto se justifica desde dos perspectivas: según Bobbio, dado que cuando se accede al poder el mandatario no gobierna solo para sus electores y, según Zagrebelsky, en vista de que apelar al pueblo para hacer normas y actuar es ineficaz considerando que, sin previo debate, el pueblo no tiene una cualidad divina para legitimar todo. Por tanto, dice este expresidente de la Corte Constitucional italiana que “aquellos que ensalzan al pueblo lo hacen para poder utilizarlo; que cada vez que el pueblo ha hablado, el asunto está cerrado, estamos ante un concepto instrumental de la democracia” (1996: 101).

En conclusión, tengo el agrado, un año después, de volver a indicar que: “como bien señala Bobbio, yo no pertenezco a esa juventud que ha experimentado y comprobado que es mejor una mala democracia que una buena dictadura (1984: 58). No obstante, tampoco pertenezco a una juventud que opta por aceptar el mal menor” (LCP 2021). En esta lógica, hemos desarrollado, en lo que nos permite 1000 palabras, un marco teórico básico, pero necesario sobre la democracia y, asimismo, su aplicación en el contexto peruano. Para no dejar a nuestros lectores con la angustia, solo recomendar a Gargarella, Zagrebelsky y Ledesma como promotores de una verdadera democracia basada no solo en el voto (que oculta mucho), sino en la voz del pueblo.

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