Arte: «Peleando por sitios en la mesa» de Allen Shwartz

De «LA VULGARIZACIÓN DE LAS ÉLITES, EL PROBLEMA DEL LENGUAJE PÚBLICO Y LOS DILEMAS DEL PROGRESISMO»

POR GASTÓN FABIÁN

Licenciado en Ciencias Políticas UBA

Durante mucho tiempo constituyó un lugar común el que fuera la derecha moderada la defensora de la decencia pública y de la conversación cordial, mientras la izquierda, promotora del cambio, elogiaba el “lenguaje sucio”, el ruido callejero, la fuerza de las pasiones (Zizek, 2018). Esto no quería decir que los políticos de derecha resultaran ser “caballeros moralmente intachables” y los políticos de izquierda “agitadores de malos modales”. A menudo sucedía lo contrario. Pero no dejaba de ser cierto que, incluso si partimos del cinismo de las élites y los poderosos, se consideraba necesario preservar un mínimo de apariencia decorosa, respetable y civilizada. Que una expresión típica de un personaje oscuro como Bismarck fuera “cortesía hasta con el último patibulario”, es un fiel reflejo de ello (Sloterdijk, 2003). El cinismo moderno se basaba en la idea de que si la verdad se conociera, si la voluntad de poder quedara desnuda frente a los ojos de todos, entonces el orden público se derrumbaría en mil pedazos. Desde esta perspectiva, la sociedad se divide en una minoría selecta que sabe la verita effettuale della cosa (que Maquiavelo hizo pública, revelando el proceder de los príncipes terrenales) y una mayoría ignorante e inocente, atrapada en un reino de ilusiones. Por eso un aspecto fundamental del arte del estadista era mantener oculto el secreto de Estado, pues “hay que tener estómago para soportar la verdad”. Claro que el proceso de Ilustración visibilizó las telarañas del poder, dejando expuesta toda la “politiquería de gabinete”, hasta el punto de que el espacio intermedio entre la privacidad de la intimidad y las tenebrosas cloacas del poder se volviera completamente superficial y apto para decir cualquier cosa, o para que la “verdad” se tomara revancha. En esa clave, si hoy las izquierdas se piensan todo dos veces antes de hablar o de actuar, por miedo a la opinión de los demás, al vigilante impersonal “se” de la corrección política, la derecha radical ha convertido la esfera pública en un terreno desinhibido donde toda apariencia es engañosa y está de más. Lo curioso es que, como sugiere Zizek, ni la izquierda ni la derecha contemporáneas (en sus versiones más extremas y polarizadas) son capaces ya de practicar la cortesía de antaño. Para ambas, la cortesía se vuelve sospechosa y, para ser más precisos, hipócrita. El populismo de derecha, al plantear un antagonismo con los inmigrantes, las feministas, los homosexuales o los musulmanes y convertir las frustraciones de la gente común en motivos paranoicos, pierde la capacidad no solo de reconocer y respetar otras perspectivas, sino de ver en gestos públicos como la simpatía o la cordialidad otra cosa que meras fachadas de intenciones perversas y diabólicas8. Cuando algunos nazis, para justificarse, decían tener “un amigo judío” o conocer “un judío decente”, lo que dejaban traslucir no era más que las maquinaciones y el camuflaje de los judíos, lo suficientemente listos e impenetrables como para, desde las sombras, corromper la sociedad alemana. En el caso de la corrección política y de la presión que ejerce sobre lo que se puede manifestar en público y lo que no, ésta se extiende también hacia el fuero interno del sujeto, dado que siempre se duda de la sinceridad de quien, no perteneciendo a ningún grupo vulnerable y oprimido, acata las normativas que su entorno le impone. Pero la dimensión de la cortesía, como señala Zizek, se despliega en una zona intermedia a la conciencia y la ley positiva, o sea, en la red simbólica estructurada a partir de reglas no escritas y que permite mantener en pie la sociabilidad humana. Es el ámbito de las “mentiras sinceras”, de los “fingimientos no premeditados”, del “como si”. En definitiva, es el ámbito de la ideología par excellance (Zizek, 2018).

El conflicto entre el populismo de derecha y la izquierda liberal, que hoy obsesiona a las democracias centrales, es el enfrentamiento de dos maneras de concebir la autopercepción o las identidades en las que se reconocen las personas: identidades fluidas o líquidas, abiertas, deconstruibles y reconstruibles, por un lado; identidades estables, cerradas, sustancialistas, por el otro. Es fácil ver la intolerancia de los extremistas de derecha para con la diversidad de formas de vida que pueden desarrollarse al interior de una comunidad. Sin embargo, también el discurso en favor de la tolerancia que promueve la corrección política suele transformarse en una peligrosa máquina de intolerancia (Zizek, 2008), que condena a los hombres, blancos, herosexuales y occidentales por ser lo que son, pero que tampoco les cree cuando manifiestan su simpatía hacia determinadas causas progresistas en las cuales ellos no son los protagonistas. Más compleja aún es la situación cuando la tensión ocurre entre dos grupos oprimidos, como puede ser entre mujeres y musulmanes, homosexuales y pueblos originarios, etc. La falta de diálogo y de lenguaje común entre la izquierda liberal progresista y la clase trabajadora, ambas atravesadas por prejuicios que las hacen desconfiar la una de la otra, facilitó que personajes como Trump y Bolsonaro entraran en escena y asaltaran el poder del Estado, en nombre de un pasado identitario puro que llaman mesiánicamente a recuperar (Mouffe, 2018).

«El conflicto entre el populismo de derecha y la izquierda liberal, que hoy obsesiona a las democracias centrales, es el enfrentamiento de dos maneras de concebir la autopercepción o las identidades en las que se reconocen las personas…» Gastón Fabián De «LA VULGARIZACIÓN DE LAS ÉLITES, EL PROBLEMA DEL LENGUAJE PÚBLICO Y LOS DILEMAS DEL PROGRESISMO»Arte: «Peleando por sitios en la mesa» de Allen Shwartz

Con esto, regresamos a nuestro problema del lenguaje vulgar y la degradación de la esfera pública. Qué duda cabe que si llegan a presidente figuras que no tienen ningún respeto por el que piensa diferente y se atreven a decir ante la mirada de millones de personas cosas agraviantes para muchos y que atentan contra la convivencia civil, la cuestión de los “buenos modales” se vuelve un tema demasiado relevante como para no ocuparse de ellla9. La banalización de las élites políticas, su falta de escrúpulos, introduce en el horizonte la amenaza de la barbarie, donde el esfuerzo que se pone en cooperar con otros para que la vida en común sea posible deviene en grados cada vez más intensos de agresividad y violencia. Sigmund Freud (1992) sabía que la constante hostilidad entre los seres humanos colocaba a la sociedad civilizada al borde del abismo y por eso se necesitaban ciertos mecanismos capaces de sublimar las pulsiones egoístas de los individuos. El principal, por supuesto, es el trabajo. La falta de trabajo y la precariedad de condiciones laborales en la que se encuentran muchas personas es una explicación plausible de por qué se buscan determinados chivos expiatorios sobre los que descargar la ira. De ahí que reglas implícitas, como la de ser amables o corteses con los demás, conformen un importante tejido para contener el malestar en la cultura y redirigir las pasiones disolventes (los “malos fervores”) a actividades cooperativas. Sin embargo, también el padre del psicoanálisis comprendía que una regulación muy exigente del comportamiento externo de las personas (incluyendo lo que pueden o no pueden decir) acaba siendo perjudicial, en la medida en que lo reprimido siempre retorna. Por ejemplo, los insultos o la violencia verbal son inevitables en tanto convivimos con otros diferentes a nosotros. Una prohibición de los mismos (sea a través de leyes o a través de la presión de la opinión pública, o sea, de la opinión dominante que reduce al silencio las expresiones que no son bien vistas10) traería graves consecuencias al entramado social. No es casual entonces que en la naturaleza de la corrección política severa (ultra puritana) esté el devenir, hegelianamente, en su contrario, en la intolerancia y el supremacismo ejercidos por la derecha radical, enemiga de la sociedad pluralista: el límite nace con su transgresión11. Y a la inversa: el estallido de los penúltimos contra los últimos produce la reacción moralista de la izquierda liberal, que desplaza y coloca el antagonismo entre los de abajo y no en relación con las verdaderas causas de la injusticia. Digámoslo así: la otra cara de la pretensión de la izquierda liberal por ejercer una superioridad moral sobre la gente ordinaria a través de su crítica ilustrada es la interrogación y el desenmascaramiento de la izquierda liberal, la puesta en evidencia de la “hipocresía progresista” practicada por la gente ordinaria, que ahora se siente más ilustrada que sus detractores.

En esta misma línea, la vulgarización de las élites se manifiesta como una división de las élites, como un aparente desclasamiento a partir del cual algunos personajes aprovechan la oportunidad para dirigir la cruzada furiosa de las masas contra el “establishment corrupto” (qué es el establishment se responde con cada articulación discursiva). Con figuras como Mussolini o Hitler, como Trump o Bolsonaro, no hay una identificación con sus virtudes ni con un eventual carisma deslumbrante y movilizador. La identificación es con el lenguaje vulgar: no representa un superior jerárquico, un notable, un señor; representa la palabra y la conducta ordinaria (Sloterdijk, 2002). Es indiferente que, aun siendo rico, Trump hable en nombre del estadounidense promedio, olvidado por Washington y Wall Street. La conexión se produce con sus caracteres negativos12, que desde el punto de vista de las masas iracundas se transforman, ahora sí, en virtudes: la de decir lo que piensa, aunque sea impulsivamente; la de comportarse en público como la gente común y corriente lo hace en privado; la de atacar blancos que incomodan al individuo frustrado y sin esperanzas. Un presidente que eleva la vulgaridad a política de Estado colma de ese modo las ansias de reconocimiento de numerosos grupos sociales. El arte de Trump, explica Zizek con su habitual tono provocativo, es el arte de defecar en público1. Un espectáculo para una audiencia permanente.

Más allá de que la radicalidad y la virulencia retórica de figuras como Trump y Bolsonaro, al marcar la oposición con el discurso moderado (pero también cada vez más superficial) de los políticos tradicionales, es la expresión de un cambio para no cambiar nada14, son varios y peligrosos los efectos destructivos que puede desencadenar sobre la sustancia ética (la Sittlichkeit o eticidad hegeliana) que organiza las relaciones al interior de una comunidad, que nos hace saber lo que se espera de nosotros. En el análisis que Zizek ofrece de la cuestión, de manera algo contraintuitiva, él nos muestra cómo no es sólo la derecha autoritaria la que atenta contra esas reglas no escritas, sino también la corrección política. La diferencia entre una convención tácita, por ejemplo la cortesía, y el ser políticamente correcto ya la hemos visto. Mientras la primera es una regulación internalizada de interacciones cotidianas y costumbres espontáneas, la segunda vulnera el fuero interno de los sujetos, al interrogarlos una y otra vez acerca de su genuinidad. Al desintegrarse el terreno ideológico, donde nos movemos como peces en el agua, las personas quedan desorientadas, conciben las instituciones sociales como aparatos externos que las oprimen y, en esa línea, se prestan a la simplificación vulgar y a la agresión contra los seres humanos que creen que son culpables de sus problemas. Entonces, todo está permitido. “Lejos de ser un fenómeno de «malos modales», la desintegración de la Sittlichkeit se materializa en el declive de la confianza en el imperio de la ley” (Zizek, 2018: 258). ¿Acaso el Estado moderno no surgió de la necesidad de neutralizar y ponerle fin a las guerras civiles de religión que se desataron en el seno de la cristiandad? ¿Y no fueron esas luchas sangrientas consecuencia de la falta de una razón pública objetiva y reconocida por todos, capaz de dirimir los conflictos de manera pacífica? Cuando la ley pierde eficacia simbólica, lo que impera son las razones privadas, que en nombre de Absolutos incuestionables buscan someter a las otras razones privadas, por definición equivocadas y heréticas. La decencia, la cortesía o el respeto no son más que el aprendizaje cooperativo del ser humano culturizado.

Esto no significa que haya que dejar intacto el campo ideológico en el que las personas nos desenvolvemos. La política es un trabajo de largo aliento interesado en modificar sus cimientos de acuerdo con ideales específicos. Un mundo más justo tiene que ser un mundo más igualitario y donde podamos vivir en común a pesar de nuestras diferencias. Solo que, como observa Zizek, la corrección política (hablar de la intolerancia de la derecha radical es demasiado sencillo) reprime el contenido de los enunciados, pero no la posición subjetiva de enunciación. De ahí que desplace el antagonismo, sin ser capaz de formularlo correctamente y de interiorizarlo para transformar la propia forma de ser. Lo que se necesita en verdad es un cambio del punto de vista:

“La izquierda liberal y la derecha populista actuales están atrapadas en la política del miedo: miedo a los inmigrantes, a las feministas, etc., o miedo a los populistas fundamentalistas. Lo primero que hay que hacer aquí es desplazarse del miedo a la Angst: el miedo es el miedo a un objeto externo que se ve como una amenaza a nuestra identidad, mientras que la angustia surge cuando somos conscientes de que hay algo en nuestra propia identidad que no funciona, con lo que queremos protegernos de la temida amenaza externa. El miedo nos empuja a aniquilar el objeto externo, mientras que la manera de afrontar la angustia consiste en transformarnos a nosotros mismos” (Zizek, 2018: 294).

Dejar respuesta

Please enter your comment!
Please enter your name here