Arte: «Peleando por sitios en la mesa» de Allen Shwartz

De «LA VULGARIZACIÓN DE LAS ÉLITES, EL PROBLEMA DEL LENGUAJE PÚBLICO Y LOS DILEMAS DEL PROGRESISMO»

Por Gastón Fabián

Licenciado en Ciencia Política (UBA)

Desde los tiempos antiguos tenemos registro de un género literario, conocido como “espejo de príncipes”, donde se reflexiona acerca de cómo debería ser un estadista. También de aquella época data la llamada historia de los grandes hombres. Pero no hay mejor forma de seguirle el paso a la metamorfosis de las élites políticas que detenerse en cómo ellas se retrataron a sí mismas. Fue sobre todo antes de la Primera Guerra Mundial que las dirigencias herederas de la Ilustración se vieron impulsadas por la confianza en sus propias fuerzas, en su capacidad para llevar el mando del tren del progreso. Era el momento de emergencia y consolidación de los partidos de notables (Duverger, 2012), aunque su compostura se mantuvo incluso cuando el círculo restringido y selecto tuvo que ampliarse frente a la presión de la calle y sus líderes, dejando entrar al Palacio a estos últimos para contener una posible revuelta. Basta leer Grandes Contemporáneos de Winston Churchill (1974) para apreciar cómo en esa «mirada desde adentro» el futuro primer ministro no se guardará elogios ni siquiera para sus adversarios políticos. Hay allí lugar para el reconocimiento mutuo entre estadistas que pueden luchar los unos con otros por diferencias significativas, pero compartiendo siempre una perspectiva de largo plazo y, diría Max Weber (2009), una ética de la responsabilidad. El estadista es quien asume el punto de vista del Estado y se eleva por encima de las partes en pugna, poniendo entre paréntesis toda lógica facciosa. El “milagro inglés”, para Churchill, consistía en que los inteligentes y ambiciosos jefes de los partidos, cuando lograban el respaldo de una mayoría parlamentaria y accedían a la primera magistratura, disminuían sus dosis de radicalidad e idealismo para adoptar actitudes más prudentes y conservadoras, siguiendo el ejemplo de la monarquía, cuya principal función era mediar y gestionar acuerdos y, de ese modo, garantizar la unidad nacional. Incluso un “agitador” como Chamberlain, líder de masas, se vio obligado durante sus años de gloria a fortalecer la posición del Imperio Británico en el mundo (Churchill, 1974).

Entonces los políticos experimentados, con su aspecto y elegancia señorial, sin importar de dónde vinieran, se comportaban a los ojos de la opinión pública como caballeros, lords, gentlemen. Las memorias de Churchill son un claro recuerdo nostálgico de un tiempo que se había perdido para siempre. Con la entrada de las masas en la política, la típica distancia mediante la cual el aristócrata consagrado buscaba mantener su independencia de criterio, es decir, su estilo burkeano, se ha convertido en una estrategia electoral perdedora. En el relato de las élites, la vulgarización comienza cuando “lo vulgar” conquista derechos y exige, cuando no lugares decisivos, al menos una atención constante y prioritaria. El juego de la política, las intrigas palaciegas, las negociaciones secretas, los arcana, si bien todavía reservados a una minoría privilegiada, ya no son inmunes al ojo público, que le demanda a los representantes que rindan cuentas de lo que hacen en nombre del pueblo soberano. Según esta visión, se habría pasado de una época de políticos talentosos, corteses, respetuosos, diplomáticos y movidos por la generosidad y la amplitud de miras a otra en la que la “formación humanística”, las “buenas costumbres” y la “vocación por el servicio público” son reemplazados por el griterío histérico, o sea, por los discursos acalorados y apasionados, dirigidos al corazón y a las fibras más sensibles de los hombres y mujeres, aun cuando ello signifique poner en riesgo la estabilidad y el futuro del Estado. La descripción de este pasaje, por supuesto, no es para nada exacta. Que los políticos del siglo XIX fueran más genuinos y desinteresados que los de los siglos XX o XXI es un mito difícil de sostener. ¿Acaso la política decimonónica de reconfiguración del orden europeo luego de la Revolución Francesa y las guerras napoleónicas no es la política “maquiavélica” de los Talleyrand, los Metternich y los Bismarck? Las expresiones Realpolitik (“política realista”) o Machtpolitik (“política de poder”) son hijas de aquel siglo. Luego, es indudable que si hacemos un análisis comparativo es fácil darse cuenta que los discursos de las élites del XIX son mucho más elaborados, finos, sofisticados y profundos (no exageramos si los clasificamos como verdaderas piezas maestras) que los de la inmensa mayoría de políticos actuales. Lo que no supone que siempre se los considerara de esa manera. Para el movimiento obrero y sus intelectuales, las aristocracias son en realidad oligarquías corruptas que disfrazan su interés particular de interés general. Y en la lectura aristocratizante de Friedrich Nietzsche (1986), que es una crítica contundente de su tiempo-de la mentalidad burguesa, de la mediocridad de los “lectores de periódicos”, de la democrática moral del rebaño-, los políticos tipo-Bismarck se definen por su cinismo, por su falta de espontaneidad y de imaginación, por su visión estrecha y su astucia para las cosas pequeñas. En otras palabras: la vulgaridad, los enunciados superficiales, el dogmatismo, no son propiedad exclusiva de las “masas”, sino que también denotan a unas élites que no se encuentran a la altura de las circunstancias. Se prepara aquí una reprobación intra élite o de vanguardia, en camino hacia una nueva elite.

¿A qué se debe, entonces, la “gran transformación”? Para responder esta pregunta, es necesario desidentificar la apelación del líder a los sectores populares y la vulgaridad política, como si el precio a pagar por persuadir y dirigir a las masas fuera hundirse en la banalidad. Arte: «Peleando por sitios en la mesa» de Allen Shwartz

Claro que Nietzsche, que mira a sus contemporáneos desde arriba, con la altura de un filósofo libre de toda cadena, no es el mejor de los parámetros para juzgar si existe una diferencia sustancial entre la “clase política” de ayer y la de hoy en términos de su uso del lenguaje. Porque además, la escandalosa desinhibición nietzscheana, el acto de decir lo que se piensa aunque tiemble la tierra y todo se venga abajo, es radicalmente distinta de la retórica irresponsable de Hitler o de Trump. Aun si ponemos a Nietzsche contra sí mismo y afirmamos que su autopercepción de ser alguien que no odia es falsa; incluso si nos atrevemos a denominarlo “resentido” y “lleno de prejuicios”, su resentimiento es deslizado de una forma intelectualmente muy superior a la de los personajes que suelen ser englobados bajo las categorías de “demagogo” o “populista”. Que los referentes de la derecha radical hayan perdido los escrúpulos y exclamen en público cosas que se pensaban inadmisibles, no es un fenómeno legible desde la protesta y la “liberación” de Nietzsche (independientemente del uso que de él hicieron los nacionalsocialistas en la década del 30). Porque si de Trump se ha dicho que su impulsividad y su temperamento violento llegan a la “gente común” por decidirse a expresar a viva voz los miedos, traumas y rencores que esta ha acumulado al sentirse censurada por la vigilancia estricta de la corrección política (incluso ser de derecha se volvió algo cool y transgresor, no es posible argumentar lo mismo en relación con el filósofo alemán.

Su grito de guerra es el de un aristócrata que, además de luchar contra la decadencia cultural y espiritual, se empeña en preservar la excelencia del lenguaje, a través de la poética prosa de sus aforismos. La cínica y sobreactuada polémica de Trump o Bolsonaro, en cambio, se ha rebajado a lo ordinario que las élites siempre han cuestionado.

¿A qué se debe, entonces, la “gran transformación”? Para responder esta pregunta, es necesario desidentificar la apelación del líder a los sectores populares y la vulgaridad política, como si el precio a pagar por persuadir y dirigir a las masas fuera hundirse en la banalidad. Por remitirnos al caso argentino, cualquier lectura seria de los discursos de Juan Domingo Perón llegará a la conclusión de que la manera en que organizaba sus mensajes contenía cierta erudición y era propia de alguien que quería asumir la posición de un maestro (no en vano Perón se había desempeñado como profesor en la Escuela Superior de Guerra). Eso explica que, saliendo de Argentina, algunos “notables” de finales del siglo XIX y principios del siglo XX, a pesar de vivir en un mundo aparte, separado de la realidad cotidiana de los “hombres y mujeres de carne y hueso”, mantuvieran un influjo importante sobre ellos, algo que más que “popularidad” se le suele denominar “prestigio”. Un equivalente general de los estadistas de talla de todas las épocas es lo que Leo Strauss (2006) llamaba la comprensión del sentido común de lo político, es decir, de lo que entiende y estructura el “mapa cognitivo” del ciudadano medio, relativamente informado o preocupado por el devenir de los asuntos públicos. El estadista es el que sabe ubicarse en el punto de vista de la ciudadanía sin renunciar a la “sintonía fina”. De ahí que Strauss, quien admiraba profundamente a Churchill, destacara de modo recurrente su “lenguaje hogareño”, que por ser simple (pero no banal) no perdía perspicacia y buen juicio (Strauss, 2014). Que hoy queden pocos estadistas tiene que examinarse de la mano de la creciente apatía cívica y de las crisis de representación que se proliferan en la amplia mayoría de las democracias occidentales.

La reconversión de los ámbitos en los que se “discute” y “construye” la política, o sea, en los que se fabrican los “consensos públicos” secundarios y visibles, es una de las explicaciones más plausibles del proceso de banalización que se ha desatado. En las últimas décadas, a la hora de incorporarse a la política o de lanzar una carrera política, cada vez hace menos falta manejar una “cultura general”. Alcanza con adaptarse al pragmatismo que demanda el entorno. Por ello, el lenguaje vulgar del que las nuevas élites se valen para interpelar a la ciudadanía, además de responder a veces a fanatismos ideológicos (considérese el Tea Party en Estados Unidos), es el producto de una mezcla lamentable entre cinismo y deterioro de la educación política, que afecta tanto a los líderes como a la población en su conjunto. Ya hace tiempo que la televisión cambió las reglas de la polémica entre adversarios, por lo que unas palabras en un mitin o un intercambio entre dos parlamentarios se encuentran condicionadas por la omnipresencia de las cámaras. En ese sentido, la “mediocridad” de los lectores de periódicos que irritaba y asqueaba a Nietzsche, resultaba mucho más “informativa” que los noticieros actuales o los debates televisados entre candidatos, generalmente guionados u organizados de tal manera que se imposibilita toda discusión auténtica. En la misma clave, la centralidad de Internet y las redes sociales, que en un comienzo la izquierda vio como una oportunidad de mayor participación horizontal, se ha transformado en un territorio salvaje de guerra cultural, como demuestra la investigación de Nagle. Terminó siendo la derecha radical la que aprovechó y potenció para sus propios fines esa zona inexplorada. Además, no es osado decir que la cultura de los “140 caracteres” desincentiva la reflexión y el debate en profundidad de un modo muy perjudicial para las aspiraciones de una cultura política en ciernes o que necesita consolidarse. A la pretensión de seriedad le cuesta cada vez más escapar de las garras de la banalidad y la simplificación: todo lo que sabemos de la realidad es de segunda mano, Por paradójico que parezca, la excesiva sobreinformación que nos provee la televisión o que circula en Internet acaba impactando de manera absolutamente negativa si una sociedad no dispone de las herramientas para clasificarla, ponderarla o desecharla según venga al caso. De ahí la triste infamia de los hoy en boga fake news.

Finalmente, la caída del Muro de Berlín y la crisis de los grandes relatos condujo a la inevitable desarticulación de las principales tradiciones o culturas políticas del siglo XX, aun si muchos partidos “ancestrales” continúan existiendo. Lo que ha cambiado radicalmente es su fisonomía, hasta el punto de que en las democracias liberales centrales la “caza de votantes” tiene muy poco en cuenta (o cada vez menos, pues se interpela desde otro lugar) las viejas ideologías o identidades colectivas, que eran una base común para el diálogo y la formación política a partir de un lenguaje amoldado por los aportes de generaciones enteras (Panebianco, 1995). Con el triunfo de la “pospolítica” en los años noventa, no sólo se debilitó la capacidad de imaginar una alternativa al orden neoliberal, sino que también y como consecuencia de ello los “ciudadanos de a pie” se desafectaron tanto de las instituciones como de los políticos encargados de representarlos, quienes pasaron a encarnar la arrogancia, la insolencia y el oportunismo como nunca antes (con la excepción, quizás, del período de entreguerras). Frente al olvido, la conversación ordinaria y vulgar, irónica, despectiva, muchas veces cínica, se convirtió en un refugio o en un caldo de cultivo para que la furia acumulada “abajo”, en algún momento, terminara siendo relanzada y descargada contra los tecnócratas y sus fríos y desalmados cálculos numéricos. No hay momento populista sin odio al establishment o a un sector del establishment. De igual manera, los políticos, limitados a defender intereses corporativos o empresariales, es decir, a cumplir mandados de las que Thomas Hobbes (2017) llamaba potestas indirectas, perdieron la perspectiva del gran estadista, de la figura pública que asume la representación de una idea, aunque esta sea la de la unidad del Estado. En el marco de ese proceso, también ellos se vulgarizaron, porque mutaron en celebridades de la política devenida espectáculo, hasta desatender por completo la responsabilidad de dirigir.

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