Por Miguel Ángel Rodríguez Mackay – Internacionalista

Aunque es verdad que los presidentes de Brasil, el quinto país más grande del mundo y el más ciclópeo y poderoso de América Latina, como regla no han ganado las elecciones en primera vuelta, el retorno en tono mesiánico de Luiz Inácio Lula da Silva a la vida política, luego de permanecer encarcelado por más de 19 meses, debió romper esa regla. Pero no ha sido así.

En efecto, Lula es consciente de que le ha costado convencer a un grueso de sus compatriotas que, por su liberación en noviembre de 2019, debían asumir su inocencia y que, por tanto, se hallaba libre de polvo y paja. Y eso tampoco ha sido así. Qué su imagen no haya sido “purificada” se ha reflejado en los resultados de la primera vuelta electoral, pues no logró el 50% más uno de los votos escrutados como válidos, algo que buscaba con desesperación para ser proclamado presidente de su país por tercera vez. 

Sin duda, este escenario descrito, que Lula por supuesto no quería, es la mayor y más sostenida razón del enorme peso que sigue teniendo para la inmensa mayoría de brasileños –fueron llamados a sufragar 156 millones de los casi 213 millones de habitantes–, el rechazo a la corrupción en todas sus manifestaciones, especialmente en la política del país. Ni siquiera el alto rechazo al presidente Jair Bolsonaro fue un factor que jugó en favor de Lula y sus asesores que, con tanta experiencia en la arena política, no supieron ni pudieron capitalizar el notorio desgaste político de un presidente en ejercicio y en la etapa final de su mandato. 

El líder histórico del desprestigiado Partido de los Trabajadores, llegó al poder en 2003 impresionando a los sectores más pobres y marginales del gigante sudamericano con la sonada tesis del «hambre cero». Pero luego sus acciones gubernamentales fueron de una irresponsable y condenable política populista. Así se fue creando una verdadera burbuja socioeconómica entre sus compatriotas, que terminó explotando en la cara de los sectores más vulnerables del país. Lula sabe muy bien del desdén por la frustración social dejó como legado al país al final de sus dos gestiones. 

Lula sabe también que Bolsonaro, con más reflejos, esta vez dejando de hablar de la posibilidad de un fraude, sí va a capitalizar las razones por las cuales su contrincante estuvo encarcelado por casi dos años. A pesar de haber liderado el balotaje de la primera vuelta (48,4%), ese recuerdo sigue intacto, dominando en el inconsciente colectivo de los brasileños que no le creen y lo ven como un mentiroso. 

Como todo actor político tradicional de nuestra región, Lula creyó que su incuestionable y poderoso carisma –nadie se lo podría rebatir como fortaleza tal como lo sostenía Émile Durkheim, el mayor sociólogo francés de inicios del siglo XX, refiriéndose a los políticos europeos de su tiempo–, que fue su principal instrumento político para conseguir sus victorias electorales en el pasado, era suficiente. Pero se equivocó. A casi la mitad de la campaña para esta segunda vuelta electoral, las públicas y decantadas adhesiones de Simone Tebet y Ciro Gómez –que consiguieron el tercer (4,21%) y cuarto (3%) lugar en las elecciones del 2 de octubre, respectivamente– no aseguran nada a Lula.

Aunque en términos generales pensando en las elecciones del domingo 30 de octubre, no podemos negar que Lula está teóricamente en una mejor posición que Bolsonaro –consiguió más de seis millones de votos en la primera vuelta, y según una reciente encuesta estaría por delante del actual presidente en más o menos 15%–, debería tener cuidado pues pareciera que las estadísticas han dejado de tener la gravitación y el peso que en otras circunstancias tuvieron en Brasil, y cualquier cosa podría suceder.

Aunque en una próxima columna me referiré con mayor atención al ultraderechista presidente Jair Bolsonaro, lo cierto es que el hermetismo de Lula y de sus asesores es cada vez mayor. Sin duda existe el peligro de que los ciudadanos del país más relevante geopolíticamente de América Latina tengan que hacer lo que ha sido una práctica en varios procesos electorales en nuestra región; es decir, votar por el menos malo. En este escenario, Lula sabe que Bolsonaro, aunque brutalmente irreverente en su discurso, al punto que podría pasar por impertinente con su aguda y letal franqueza, aparece realmente como el menos malo. 

Finalmente, si pierde el expresidente de izquierda será la piñata de los sectores progresistas de América Latina, que absortos verán que ya han llegado al techo de sus copamientos políticos en los países de la región. Una región en la que la pandemia se puso de su lado, al ensañarse precisamente con los más vulnerables quienes, sin pensarlo dos veces, le imputaron todas sus desgracias a la derecha (que para muchos erradamente es lo mismo que los ricos).

Si gana Lula, que es lo más probable –si no comete errores– no tendrá un Poder Legislativo a sus órdenes, como tuvo en el pasado. En el descanso de su longevidad en el poder, y con voluntad de “dejar hacer, dejar pasar”, en el frente interno terminará otra vez dominado por la práctica del populismo. Y fuera del país, buscará ganar, nada más que por la oportunidad y las circunstancias, el liderazgo en América Latina, que hasta ahora aparece impresionantemente desperdiciado sin ser capitalizado por ninguno de los gobernantes de nuestra región.

Publicado en El Montonero

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