Cuando se anunció que Annie Ernaux ganaba el Premio Nobel de Literatura todas las redes sociales se llenaron de recomendaciones y los escaparates de las librerías a las que suelo acudir estaban inundados de sus títulos. Yo no la conocía, pero su nombre estaba apuntado en esa nota del móvil donde el apartado de «libros pendientes» crece exponencialmente mientras que el tiempo disponible de lectura disminuye. Cansada de escuchar hablar de ella sin haber leído nada suyo me lancé a devorarme El acontecimiento. Un libro corto, pero que se queda pululando demasiado tiempo; sencillo, pero con la profundidad de lo íntimo; duro, pero con una delicada inocencia.

A raíz de este relato sobre la experiencia del aborto, reflexioné sobre cuántos hombres se sentirían empujados a leer este libro. Un relato crudo, en primera persona sobre una experiencia únicamente vivible por quién tiene la capacidad de gestar. Y no solo se trata de este libro, sino de todos aquellos libros en los que quien escribe es una mujer, la protagonista es una mujer y la mayor violencia de la trama es la propia vida.

Durante muchos años la «literatura femenina» ha sido una etiqueta en una estantería pequeña de las librerías. Eran un puñado de libros donde se hablaba de amor, sentimientos, relaciones con hombres y clichés varios. La «literatura femenina» era una subcategoría dentro de la literatura «a secas», que la formaban hombres que construían grandes historias, con personajes complejos y una narrativa enrevesada de párrafos largos e ilegibles; mientras que las mujeres se encargaban de escribir libros sencillos, con tramas simples y mundanas para que las amas de casa perdieran su tiempo a través de libros que les recordasen la vida de mierda que tienen frente a grandes historias de amor. Esta es la idea más rápida que se viene a la cabeza si hablo de «literatura femenina». Pero ¿y si hablo de literatura masculina? No existe. Jamás nadie inventó esta categoría porque lo masculino siempre ha sido lo universal y han tenido todo el mundo a sus pies, frente a las mujeres a las que se les reservó un pequeño lugar en las bibliotecas, asignado unos temas concretos para escribir sobre ellos y encadenado a un público delimitado. La construcción de la categoría «literatura femenina» no ha tenido otro fin que infravalorar la calidad del trabajo, como si fuera una literatura de segunda.

Evidentemente no es algo nuevo. Siempre las mujeres hemos estado relegadas a una liga inferior. Me parece importante, sin embargo, que reflexionemos sobre las implicaciones que tiene la forma que las mujeres hablan sobre sí misma en comparación en cómo los hombres nos describen en sus relatos y, sobre todo, las consecuencias de que los hombres miren con recelo el hecho de acercarse a libros donde la mujer es protagonista y sus problemas diarios el centro de la trama. Es una especie de miedo o de simplificación de la realidad. Es más sencillo seguir pensándonos a través de una versión edulcorada, secundaria y alejada de nuestros problemas cotidianos, que entender y zambullirse por completo en la complejidad de nuestra persona. Es más fácil que ellos mantengan el papel protagonista si las mujeres son personajes sin la profundidad necesaria para hacerles sombra. Es más fácil seguir siendo personajes planos y sexualizados, cuando no se entiende la complejidad de los pensamientos, intereses y sueños de personas a las que se las construyen a través de la mirada de deseo de un hombre.

El miedo a leer sobre mujeres también tiene consecuencias en las relaciones entre personas. Hablando sobre esto con una amiga devoradora de libros llegamos a la conclusión de que nosotras hemos aprendido a identificarnos con personajes masculinos sin ningún tipo de problema. Nuestras series de la infancia, los personajes principales de las películas, los libros con los que crecimos… entendimos rápidamente que todas las historias que las atravesaban también podían ocurrirnos a nosotras. Sin embargo, los hombres no se identifican con nosotras porque no nos conciben como iguales. Esto tiene un resultado en la forma en la que se concibe la empatía en hombres. Si no son capaces de identificarse con nuestros sentimientos, si no les interesa leer sobre nuestros problemas, si no sienten atracción hacia nuestra forma de ver el mundo, ¿cómo van a comprendernos? Me parece triste, a la vez que preocupante, que ellos tiendan a identificarse antes con un hombre al que le mordió una araña y de la noche a la mañana tiene un maillot rojo y expulsa telarañas por las muñecas, que con una mujer. Me entristece recordar todas y cada una de las conversaciones con amigas donde nos quejábamos de la falta de responsabilidad afectiva de nuestras parejas y se repetía un mismo patrón: la incomprensión y la falta de interés por entender más allá de sí mismos.

Por eso creo fundamental que los escaparates de las librerías se llenen de historias escritas por mujeres, protagonizadas por mujeres y donde no hay más trama que la vida misma. Es un logro del feminismo. Las mujeres escribimos nuestra propia historia y se comienza a valorar. Las autoras juegan en primera división y no lo hacen solas, lo hacen junto a todas aquellas a las que se les reservó un pequeño espacio en la estantería. Es una victoria de todas aquellas a las que su voz se intentaba que sonase más bajito. Es una victoria de las que no tienen nombre, ni apellidos. Es una victoria de nuestras vidas. Porque nuestras vidas comienzan a valorarse y a reconocerse. Porque cuando las mujeres hablamos de lo íntimo, se convierte en un acto político. Consiste en poner sobre la mesa las historias que se han llevado en silencio o en la oscuridad de las conversaciones con amigas. Se trata de dar luz a nuestra individualidad para que formen parte de lo común, de lo universal.

Cuando veo los escaparates de las librerías llenos de títulos escritos por mujeres solo pienso en mis amigas, en todas aquellas mujeres cuyas preocupaciones se veían inferiores a las del resto. Aquellas mujeres, además, cuyas historias eran consideradas menos válidas, las que sus vidas eran concebidas como menos emocionantes. Cuando veo todos esos libros solo pienso en que al final mis amigas y yo, acabamos venciendo a todos esos «chulos» de clase que nos llamaban «listillas» y que solo queríamos llamar la atención por tener la radical idea de querer ser comprendidas.

Por Isabel Serrano Durán / Público

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