Por las calles de Lima y en los cafés de Madrid aún resuena su voz. Ya no está, pero sigue escribiendo. En los estantes, en las bibliotecas, en los teatros del mundo, Mario Vargas Llosa no ha muerto: se ha convertido en palabra viva.
El día en que Mario Vargas Llosa dejó el mundo físico, las letras hispanoamericanas se vistieron de luto, pero también de gratitud. Se fue uno de los más grandes narradores del siglo XX y XXI. El último de los gigantes del llamado Boom Latinoamericano cerró su cuaderno, pero dejó en cada página escrita un reflejo de su tiempo, su país, sus luchas y sus pasiones.
Vargas Llosa no solo fue un novelista brillante; fue periodista, dramaturgo, ensayista, político y ciudadano del mundo. Su legado no es solo literario, sino cultural, filosófico, profundamente humano.
El novelista de la libertad
Desde La ciudad y los perros (1963), una descarga de dinamita en la conservadora literatura peruana de la época, hasta obras tardías como Tiempos recios (2019), su narrativa nunca abandonó la inquietud por la libertad individual y el poder como amenaza. Fue el escritor que denunció con igual intensidad el autoritarismo militar, el populismo mesiánico y el dogmatismo ideológico, sin importar de qué lado del espectro político provinieran.
«La literatura es fuego», escribió. Y la suya lo fue: abrasadora, incómoda, lúcida.
Un Perú de carne, hueso y contradicción
En cada una de sus novelas, el Perú estuvo presente. A veces con amor, otras con furia. En Conversación en La Catedral, un país asfixiado por la corrupción; en La guerra del fin del mundo, los ecos de las guerras intestinas; en El hablador, la voz de los pueblos indígenas invisibilizados; en La fiesta del Chivo, la radiografía del totalitarismo.
Vargas Llosa se obsesionó con el Perú. Y aunque muchos peruanos lo rechazaron por su paso por la política o sus posturas ideológicas, no hay un escritor que haya retratado con más profundidad sus heridas, contradicciones y sueños.
Su obra es una biblioteca entera sobre lo que significa ser peruano en el mundo.
Un pensador global
Mario Vargas Llosa fue también un defensor incansable de la democracia liberal y los derechos humanos. Desde tribunas como El País, Le Monde, o la Fundación Internacional para la Libertad, participó del debate público sin temor, ganándose admiración y críticas por igual.
Su muerte ha sido sentida en París, Nueva York, Bogotá, Buenos Aires, Madrid. Porque su obra trascendió las fronteras del idioma. Fue traducido a más de 30 lenguas. Recibió los premios más prestigiosos: el Nobel de Literatura (2010), el Premio Cervantes (1994), el Príncipe de Asturias (1986), entre otros tantos.
Fue académico de la lengua, miembro de la Real Academia Española, Doctor Honoris Causa por decenas de universidades, incluso candidato presidencial en Perú. Vivió intensamente. Escribió aún más.
Un legado sin epitafio
Decir que Vargas Llosa ha muerto es apenas una formalidad. Sus libros seguirán formando lectores, críticos, escritores y ciudadanos durante generaciones. Estará en los colegios, en los teatros, en las tertulias políticas, en los cafés literarios de todo el mundo.
Él mismo escribió una vez: «Aprendí a leer a los cinco años y fue la cosa más importante que me ha pasado en la vida». Gracias a eso, aprendimos nosotros a leer el mundo a través de sus ojos.
Y ahora, que su pluma descansa, su voz sigue narrando. Porque Mario Vargas Llosa no se ha ido: simplemente se ha convertido en literatura.
Y la buena literatura —la verdadera— nunca muere.