Lima, 28 de julio de 1821. El sol brillaba alto sobre los balcones coloniales y las calles empedradas de la capital del Virreinato. Las campanas repicaban sin cesar, los vecinos se agolpaban en las esquinas, en los balcones, en las plazas. Todos querían ver y escuchar lo que la historia tenía reservado para ese día. Era el final de un largo proceso que había comenzado años antes, con los gritos de libertad que venían desde el sur, desde las tierras australes, desde Buenos Aires, desde Chile… y con un hombre: Don José de San Martín.
La independencia del Perú no fue fruto de un día, ni siquiera de un año. Fue una empresa militar, política y simbólica, resultado de décadas de tensión, rebeliones y esperanzas. En el corazón de este proceso estuvo San Martín, general argentino de mirada firme y temple de acero, que había liderado el cruce de los Andes y libertado Chile en 1818. Su sueño: liberar el Perú, último bastión del poder realista en Sudamérica.

El desembarco de la Expedición Libertadora en la bahía de Paracas, en septiembre de 1820, marcó el inicio de la campaña. San Martín llegó con un ejército combinado de argentinos y chilenos, decidido a negociar, persuadir y, si era necesario, luchar. Pronto ocuparía Pisco, luego Huaura —donde izó por primera vez la bandera peruana que él mismo había diseñado—, y finalmente Lima.
Pero no fue una conquista bélica al uso. San Martín entendía que el pueblo peruano había sido víctima de una élite colonial que se aferraba al orden virreinal. Por eso, combinó la presión militar con una política de alianzas. Lanzó una intensa campaña de propaganda por la independencia, publicó proclamas y protegió la propiedad privada para no alarmar a los sectores criollos. Entendía que la libertad no se imponía solo con armas, sino también con ideas y convencimientos.

En ese contexto, Lima vivió días de tensión entre los leales al rey y los simpatizantes de la causa emancipadora. La autoridad del virrey José de la Serna se debilitaba. Finalmente, en julio de 1821, las tropas realistas evacuaron la ciudad rumbo a la sierra central. Lima, desguarnecida, abrió sus puertas a San Martín. El 12 de julio entró triunfante a la capital. Dos semanas después, llegaría el momento culminante.
El 28 de julio de 1821, desde un tabladillo erigido en la Plaza Mayor de Lima, frente a la catedral, San Martín, vestido de gala y con la solemnidad de un prócer, proclamó con voz firme:
“¡El Perú es desde este momento libre e independiente por la voluntad general de los pueblos y por la justicia de su causa que Dios defiende!”
El pueblo estalló en vítores. Luego repitió la misma proclamación en la plaza de La Merced y la del Congreso. Las campanas repicaron durante horas. Se izó la nueva bandera bicolor. Por primera vez, el Perú era república y ya no virreinato.

El acto fue seguido de fiestas cívicas, salvas militares y procesiones religiosas. San Martín fue nombrado Protector del Perú, pero su visión era más amplia. Quería dejar un país independiente, organizado, y con gobierno propio. Convocó una asamblea, impulsó reformas, abolió la esclavitud para los hijos nacidos desde entonces, suprimió los títulos de nobleza y fundó instituciones como la Biblioteca Nacional.
La proclamación de la independencia fue el punto de partida, no el fin. Aún quedaban zonas del país bajo dominio español. La libertad habría de consolidarse con el ingreso de Bolívar y la batalla final de Ayacucho en 1824. Pero sin San Martín, sin su prudencia, su inteligencia estratégica y su temple, ese 28 de julio no hubiera sido posible.
Hoy, cuando cada año el Perú celebra su independencia, el eco de aquella voz del Libertador sigue resonando en la memoria nacional. Fue un acto solemne, pero también esperanzador: la promesa de una nueva patria que nacía para decidir su propio destino. Una promesa que, dos siglos después, sigue escribiendo sus páginas.