Por María Belén Milla Altabás

Escritora

Leí La Ciudad y los Perros cuando era una adolescente difícil, en el momento justo en que reclamaba las riendas de mi vida adulta, o al menos lo intentaba. Digamos que hablo de las edades del mundo: descubrir La ciudad y los Perros y a Mario Vargas Llosa marcó el inicio de mi Renacimiento personal, la inauguración de un estado adulto de las emociones y las creencias. Abrió para mí una forma poliédrica y compleja de entender el deseo, la soledad, la culpa, el pensamiento.

Me mostró que sentir y pensar así era posible, necesario. Como una consigna vital o una responsabilidad. Cuando lo leí, aún no entendía cómo funcionaba el vínculo entre la literatura y la vida. La dinámica entre ficción y realidad no era demasiado importante entonces, yo estaba ahí por el goce: las cosas sucedían en la novela y en mí al mismo tiempo, como si se me ofreciera una verdad más nítida, a la que solo se podía acceder a través de la lectura. Era un libro que te llamaba a ocupar un lugar en el orden de cosas. Decía: involúcrate, nómbralo, sé. Y tú aceptabas. Que eso te ocurra a los dieciséis años es un lujo y le debo a Vargas Llosa ese primer pesaje literario de mi vida adulta.

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Años después, y por su culpa, acabé estudiando en la facultad de Literatura. Ahí supe valorarlo por su destreza narrativa, su agudeza y lucidez, su velocidad, en fin, el monumento que era en realidad (genio, cómo lo hizo, etcétera). Pero lo que mejor recuerdo de La Ciudad y los Perros es lo que me hizo sentir (¿no es la literatura una memoria sentimental?). Las cartas de amor, la crueldad de los aparatos de poder, la urgencia de la libertad, el anhelo limpio, las formas de erotismo, el reclamo de algo propio, y al mismo tiempo, universal. Tuve suerte. Estoy convencida de que llegué a la historia del Poeta en el mejor momento posible. Para mí tiene que ver con la identidad y el aprendizaje. Una novela así encuentra algo suelto en tu corazón y le pone nombre. Y jamás olvidas ese nombre.